Querido lector, hoy no vengo con sarcasmo, pero si con mucho coraje, en el que se atraviesan duras verdades:
En el libro de Antoine de Saint-Exupéry, “El principito”, hay una frase lapidaria que se aplica para Guerrero y tal vez para todo México: “Veo humanos, pero no veo humanidad”…
Y aplica.
Porque bajo ninguna circunstancia se puede perdonar que ayer una pared quedara manchada con la sangre de un menor de 14 años que quedó abrazando su cuerpo para protegerse de adultos que le quitaron la vida.
Y todo ocurrió frente a los ojos de todos los chilpancingueños: En las transmisiones en vivo de los medios de comunicación de la capital guerrerense, fuimos testigos de cómo David se protegió hasta el último momento de su vida.
Y el universo, que fue grande, le permitió irse cubriendo su cara para resguardar lo que quedaba de su integridad; y todo mientras se abrazaba y vivía el miedo que un menor jamás debería sufrir.
Se lo advertí desde hace meses: Chilpancingo es ya un río de sangre en lo que todos pisamos y sobrevivimos, esperando no ser los próximos en abonar sin deberla ni temerla.
Hoy la capital del estado se bañó con la sangre de David. Y tenga miedo, enójese, grite y reclame, pero sobre todo indígnese, porque la próxima víctima podría ser usted o aquellas familias que llevan a sus hijos a pasear…
Pero, claro está, aquí nada pasa, nada sucede y todo está bien porque el gobierno federal insiste en que las cifras de violencia van a la baja en Guerrero.
Pero usted y yo, querido lector, sabemos que esas cifras esbirras son para intentar tapar el sol con una uña… Esas cifras a los guerrerenses nos saben a óxido y dolor que no se refleja en números muertos.
Pero el fatídico jueves no terminó ahí. La inexistente violencia en Chilpancingo continuó con más asesinados durante la noche y muy cerca de CU. ¿Se imagina si la balacera hubiera sido ya con el inicio del ciclo escolar y los estudiantes se encontraran por ese rumbo?
Bien dicen por ahí que la peor plaga de la tierra es la humanidad, una que se extingue para dar paso a bestias sin alma pero llenas de ambición por poder, dinero y lo que se sume, como si al final de sus abominables vidas pudieran llevarse algo de todo lo que quitaron…
Porque, querido lector, nos quitan mucho a usted, a mí y a los pequeños guerreros en casa que le dicen mamá o papá.
Lastimosamente, hoy una familia enterrará a su hijo. Y si mi abuela tenía razón, no hay dolor más grande que el de padres enterrando a sus hijos.
No quiero imaginarme entonces cómo el alma de una mamá o un papá que ama a sus hijos se fragmenta ante el dolor de ver cómo otros le arrancan la vida a la razón de su existencia…
Porque el amor de los padres jamás desaparece y su dolor tampoco.
Al menos así me lo parece.
