Por más que nos neguemos a verlo, la violencia y la impunidad ya no son solo asuntos de “los de afuera”.
Lo ocurrido recientemente en Igualapa, Guerrero, con la muerte de Luis Omar Maldonado Ibarra, alias El Chino, obliga a la comunidad —y a todos nosotros— a mirar una verdad incómoda: la delincuencia no siempre se gesta en la marginalidad o en la ausencia de valores, sino a veces, desde el seno de familias con poder, recursos y vínculos institucionales.
El Chino no era un desconocido. Nació y creció ahí, entre los mismos vecinos que hoy se estremecen ante los hechos.
Asistió a las escuelas del municipio, recorrió sus calles como cualquier otro joven. Pero en algún punto, ese hijo del pueblo se convirtió en objetivo prioritario de las autoridades ministeriales por su participación en hechos violentos.
Las autoridades lo vinculan con un grupo delincuencial y previo al momento de su muerte, había agredido a una persona para después enfrentarse a balazos con un grupo de policías.
Ante esto surge una pregunta crucial:
¿Cómo es que unos padres pueden educar a su hijo para la delincuencia como si fuera una forma de éxito, una meta alcanzable, algo que los enorgullezca?
¿Es esa formación una cuestión de imagen y semejanza, de legado familiar, o simplemente la elección deliberada de construir el mal desde la comodidad del poder?
El caso de los padres de Luis Omar es revelador. Su padre, juez de paz y funcionario del Poder Judicial. Su madre, exregidora del PRD. Ambos, según las autoridades, no solo lo protegieron: lo encubrieron, obstaculizaron investigaciones, y utilizaron sus posiciones para entorpecer la acción de la justicia.
¿Qué significa esto para un país que aún cree —o quiere creer— en el Estado de derecho?
Este no es un caso aislado, está presente en todo el país. Y es el síntoma de un mal más profundo: cuando las instituciones familiares se corrompen desde adentro, cuando el sentido del bien se tuerce por conveniencia o por complicidad, el daño es mucho mayor que el de cualquier crimen cometido en la calle. Porque ese daño es estructural: destruye la base de confianza sobre la cual una sociedad se levanta.
La renuncia de 14 de los 19 policías municipales de Igualapa, luego de la ola de violencia y del asesinato de tres agentes y un subdirector de la SSP, refleja una comunidad completamente desprotegida, abandonada a su suerte.
Y con razón: ¿quién puede garantizar seguridad cuando quienes deberían representar la ley están al servicio de su violación?
La pregunta de fondo sigue ahí, latiendo con urgencia:
¿Qué le interesa más a un padre o madre así al formar a su hijo: que se parezca a ellos, o que supere incluso su capacidad de hacer daño? ¿Es un acto de amor o de perversidad? ¿Es una herencia o una confesión de impotencia frente al bien?
Hoy más que nunca, es momento de examinar no solo a quienes delinquen, sino a quienes los forman.
Es momento de revisar qué tipo de liderazgo ejercen en sus hogares aquellos que también ostentan cargos públicos.
Y si su verdadera lealtad es con el Estado de derecho o con los lazos de sangre, aunque estos conduzcan al delito.
Porque si permitimos que lo más íntimo —la familia— sea la fábrica de la impunidad, ya no habrá fuerza del orden ni programa social que alcance para reparar lo que desde casa se enseña a destruir.
